Se acerca la Navidad y me pongo tonto…

Se acerca Navidad y me pongo tonto…no sé si es porque tengo hijos o porque…sí, sí, porque tengo hijos. Martí y Nil.
A veces he dicho que tener hijos me ha enseñado un montón de cosas. La primera, amar incondicionalmente. Amar por amar. Sin esperar nada a cambio. Aunque recibo mucho a cambio: miradas, besos, arrumacos, te quieros en voz alta, te quieros en voz baja, te quieros a escondidas, te quieros vergonzosos, te quieros perezosos…pero te quieros al fin y al cabo. Muchos. Muchísimos. Me encantan.
Otra cosa que me han enseñado es a ver la Navidad tal y como la veía cuando era pequeño. A disfrutarlo. Con inocencia. Volver a disfrutar de todo lo que rodea la Navidad…
Dar de comer al tió. Taparlo con una manta para que no se enfríe. Mirar por la ventana con ojos de ilusión infinita para ver si nieva o no nieva. Esperar los anuncios de la tele entre dibujos y dibujos para escribir la carta a los Reyes, al tió, a Santa Claus,…. Contar los días que faltan hasta el tió. Contar cuántos tiones haremos que caguen con la familia. No apagar las luces del árbol cuando me voy de casa para que el tió esté acompañado y no se sienta solo. Recordar las Navidades anteriores como si fueran ayer. Abrir los ojos como platos cada vez que veo unas luces nuevas en la calle. O un árbol de Navidad. O un pesebre. Acordarme de la familia que está. De la que ya no está. O de la que habrá y está a punto de llegar. Esperar que no cambie nada. Esperar a que cada Navidad sea mágica. Hacer que las Navidades sean mágicas. Todas. Con Martí y Nil, Mariona y yo tenemos mucha suerte. Muchísima suerte. En serio. Lo repetiré las veces que sea. Con Martí y Nil, la Navidad es mucho mejor. Más mágica. En Navidad, yo…quiero ser ellos. Me dejo contagiar de su emoción. Y lo vivo. Hace 6 años que las Navidades en casa, son más especiales que nunca.

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